Hace ya muchísimos años, tantos que no podría contarlos, en
la fértil tierra de Lough Neagh existió un hombre muy, pero muy
pobre, que vivía en una humilde choza, a la orilla del río Bann,
cuyas aguas turbulentas bajan de las sombrías laderas de los
montes Anthrim.
Lushmore3, a quien habían apodado así los lugareños, a causa
de que siempre llevaba en su alto sombrero de rafia una pequeña
rama de muérdago, como la que los leprechauns4 ponen en las
hebillas de los suyos, tenía sobre su espalda una gran joroba, que
prácticamente lo doblaba en dos, como si una mano gigante
hubiera arrollado su cuerpo hacia arriba y se lo hubiera colocado
sobre los hombros. Tal era el peso de ese enorme apósito de
carne, que cuando el pobre Lushmore estaba sentado —y lo
estaba casi todo el tiempo, pues sus flacas piernas apenas podían
sostener su cuerpo—, quedaba doblado por la cintura, con su
pecho apoyado sobre sus muslos, única manera de sostener el
peso de su giba.
Si bien la gente de los alrededores lo trataba con deferencia,
pues su trabajo de maestro mimbrero era muy cotizado en la
zona, corrían ciertas historias sobre él, quizás provocadas por la
envidia de sus magníficas labores, y los lugareños tenían cierta
disposición a evitarlo cuando se cruzaban en algún lugar solitario
ya que, aunque la pobre criatura era tan inofensiva como un bebé
de pecho, su deformidad era tan grande que asustaba a sus
vecinos, que apenas podían considerarlo un ser humano. De él se
decía, por ejemplo, que tenía un gran dominio de la magia, y que
podía mezclar pócimas y brebajes, y preparar encantamientos
para enloquecer a un hombre, aunque lo cierto es que nunca
nadie lo había comprobado personalmente.
Lo cierto es que Lushmore poseía unas manos realmente
mágicas para trenzar todo tipo de juncos y mimbres, para tejer
cestas y sombreros, y cuando no se encontraba sentado en su
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insólita posición, solía recorrer los alrededores, recogiendo los
materiales que luego transformaba en verdaderas obras de arte, o
marchando en su pequeña carreta hacia las ciudades vecinas,
para vender el fruto de su trabajo.
Y así fue que en una ocasión, cuando regresaba de la ribera
del río Main, donde solía recoger la mayoría de su materia prima,
y se dirigía a la ciudad de Killead con una carga de canastos,
como el pequeño Lushmore caminaba muy despacio por culpa de
su enorme joroba, se había hecho ya completamente de noche
cuando llegó al viejo túmulo de Knockgrafton, un lugar que la
mayoría de los aldeanos evitaban por las noches.
Lushmore se sentía agotado por la caminata, y al pensar que
aún le quedaban varias horas por delante, decidió sentarse bajo el
túmulo para descansar un rato y, para entretenerse, se puso a
contemplar el rostro de la luna, que lo observaba solemnemente
entre las ramas de un añoso roble.
Repentinamente, llegaron a sus oídos los extraños acordes de
una misteriosa canción, y el jorobado comprendió inmediatamente
que jamás había escuchado una melodía tan fascinante como
aquélla. Sonaba como un coro de infinitas voces, donde cada uno
de sus integrantes cantara en un tono diferente, pero sus voces se
armonizaban unas con otras de tal forma que parecía que salieran
de una sola garganta. Escuchando con atención, Lushmore pronto
pudo distinguir la letra de la canción que constaba de sólo cuatro
palabras que se repetían tres veces: "Da Luan, Da Mort; Da Luan,
Da Mort; Da Luan, Da Mort5"; luego se producía una pausa y la
tonadilla comenzaba de nuevo.
Lushmore escuchaba con el alma puesta en sus oídos y
apenas respiraba por el temor a perder un sólo compás. Pronto
comprendió que la canción provenía desde dentro del túmulo y,
aunque al principio la música lo había ensimismado, con el paso
del tiempo la letanía comenzó a aburrirlo, así que, aprovechando
el intervalo que se producía después de las tres repeticiones de Da
Luan, Da Mort, introdujo, con la misma melodía, las palabras
"augus Da Dardeen"; luego siguió entonando Da Luan, Da Mort
junto con las voces misteriosas y, cuando se produjo nuevamente
la pausa, volvió a introducir su propio augus Da Dardeen.
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Las hadas de Knockgrafton —porque no eran de otros las
voces que entonaban aquella melodía— se maravillaron tanto al
escuchar aquel agregado a su canción, que inmediatamente
decidieron salir a buscar al genio cuyo talento musical hacía
palidecer al de ellas; y así el pequeño Lushmore fue llevado hacia
el interior del túmulo, a la velocidad de un tornado.
Una maravillosa vista acompañó su caída, mientras que la
más excelsa de las músicas acariciaba sus oídos con cada uno de
sus movimientos. Al llegar a su destino, la reina de las hadas y su
séquito le depararon el más glorioso de los recibimientos, dándole
una calurosa bienvenida, que llenó de gozo su corazón, y
poniéndolo a la cabeza del coro; luego fue atendido a cuerpo de
rey por una multitud de sirvientes y, en general, lo trataron como
si fuera el hombre más importante del mundo.
Algo más tarde, mientras descansaba de su copioso
banquete, Lushmore notó que las hadas se trababan en una
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ardorosa deliberación y, a pesar de la forma en que lo habían
tratado, comenzó a sentir cierto temor hasta que la reina se
acercó a él y le dijo:
¡Lushmore, Lushmore,
desecha todo temor,
esa giba que te aqueja
ya no te dará más dolor!
¡Mira al suelo y la verás
caerse con gran fragor!
Tan pronto como el hada pronunció estas palabras, el
jorobado se sintió repentinamente tan leve y grácil que pensó que
podría volar como los pájaros, o saltar a la luna de un solo brinco.
Con inmenso placer escuchó un gran golpe y, cuando miró hacia
abajo, vio la joroba caída a sus pies, como una masa de carne
informe. Entonces intentó hacer lo que nunca había hecho en su
vida: levantó la cabeza con precaución, temeroso de golpearse
contra el techo de la habitación en que se encontraba —tan alto le
parecía ser ahora y miró a su alrededor, admirando el panorama
que se extendía, desde una altura desde la cual nunca había
contemplado escenario alguno. Abrumado por las nuevas
sensaciones que experimentaba, sintió que la cabeza le daba
vueltas y más vueltas, y una nube pareció descender sobre sus
ojos, hasta que cayó en un sueño profundo y, cuando despertó, se
encontró tendido sobre la hierba, cerca del túmulo de
Knockgrafton, al interior del cual las hadas lo habían llevado
volando la noche anterior.
Al abrir los ojos, pudo ver que ya era de día, el sol brillaba
cálidamente en el cielo y los pájaros cantaban en las ramas del
roble que se extendían sobre su cabeza.
Su primera acción, luego de decir sus oraciones, fue llevar la
mano a su espalda, para tantear su joroba y, al no encontrarla, se
sintió transportado por la alegría, porque se había convertido en
un hombre gallardo y elegante; más aún, al contemplarse en las
aguas del Lough Neagh se vio vestido con ropas nuevas, que
hasta eso habían hecho las hadas por él.
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Recogió su mercadería, que estaba prolijamente acomodada
sobre una de las piedras del túmulo, y reinició su interrumpido
camino hacia Killead, ágil como una gacela y con un paso tan
airoso como si toda su vida hubiera sido maestro de danzas. Al
llegar a la ciudad, ninguno de los vecinos pareció reconocerlo sin
su joroba, y le resultó difícil demostrarles que era el mismo
Lushmore, el maestro mimbrera, que venía a entregarles sus
pedidos.
No hace falta adelantar que no pasó demasiado tiempo antes
de que la noticia de la desaparición de la giba de Lushmore
corriera como reguero de pólvora por Killead y todos los pueblos
cercanos, y que de todos ellos se acercaron a su choza multitudes
de curiosos, a contemplar el milagro. Y así fue que una mañana,
estando el mimbrero sentado frente a la puerta de su cabaña,
trabajando con sus mimbres, una anciana se acercó a él y le pidió
si podía indicarle el camino hacia Capagh, porque debía
entrevistarse con un tal Lushmore, que allí vivía.
—No necesito indicarle nada, mi buena señora —respondió el
aludido— porque usted ya está en Capagh y, para mayor
precisión, le diré que se encuentra usted en presencia de la
persona que está buscando.
—Me he llegado hasta aquí —agregó entonces la mujer—
desde Mallow Fermoy, en el condado de Waterford, a muchos días
de camino, porque oí decir que a ti las hadas te han quitado la
joroba. Es que el hijo de una hija mía tiene una giba que va a
causarle la muerte y quizás, si pudiera utilizar el mismo
encantamiento que tú, se podría salvar. Así que te suplico que me
enseñes el hechizo para tratar de curarlo.
Estas palabras conmovieron profundamente a Lushmore, que
siempre había sido un hombre sensible, y le contó a la anciana
todos los detalles de su aventura; cómo había agregado sus
compases a la canción de las hadas de Knockgrafton y había sido
transportado por ellas al interior del túmulo, cómo le había sido
quitada mágicamente la joroba y cómo le habían regalado incluso
un traje nuevo.
La mujer le agradeció sinceramente su relato y partió
inmediatamente, con gran alivio en su corazón y ansiosa por
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poner en práctica las enseñanzas del maestro mimbrero. Una vez
que hubo regresado a la casa de su nieto, cuyo nombre era Jack
Madden, narró todo lo que había escuchado y, sin pérdida de
tiempo, pusieron al pequeño jorobado sobre una carreta y
emprendieron el camino hacia Knockgrafton. Era un largo viaje,
pero a la anciana y su hija no les importaba, mientras que el
muchacho fuera liberado de su deformidad.
Algunos días después, llegaron al túmulo, justo a la caída de
la noche, dejaron al joven cerca de la entrada y se retiraron a una
prudente distancia; lo que ni la madre ni la abuela tuvieron en
cuenta fue que el jorobado, resentido por su deformidad, era un
sujeto taimado y maligno, que gustaba de torturar a los animales
y arrancarles las alas a los pájaros vivos y que, además, no tenía
ni el más mínimo talento musical; pero eso es bastante
comprensible, si consideramos que se trataba de su hijo y de su
nieto, respectivamente.
No había pasado mucho tiempo desde que dejaran al joven
jorobado cerca del túmulo, cuando éste comenzó a oír una suave
melodía proveniente del túmulo que sonaba quizás más dulce que
la que había escuchado Lushmore, ya que las hadas habían
incorporado su agregado: "Da Luan, Da Morí; Da Luan, Da Morí;
Da Luan, Da Morí, augus Da Dardeen" , aunque esta vez no había
pausa alguna, ya que las palabras del trenzado llenaban el espacio
vacío.
Jack Madden, para quien su único propósito era liberarse de
su giba, no prestó la menor atención a la canción de las hadas, ni
buscó el momento ni el tono musical adecuado para introducir su
propia variante, sino que lo hizo una octava más alta de lo que los
intérpretes lo hacían. Así que, tan pronto como comenzaron a
cantar, irrumpió, sin importarle el ritmo ni el tiempo, con su frase
"augus da Dardeen, augus da Hena", pensando que, si con un solo
día de la semana, Lushmore había obtenido un traje, él
probablemente obtendría dos.
Desafortunadamente, tan pronto como las palabras hubieron
brotado de sus labios, fue elevado por los aires y precipitado al
interior de la fosa, como su antecesor pero, a diferencia de aquél,
las hadas comenzaron a congregarse a su alrededor, chillando,
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gritando y gruñendo:
—¿Quién es el que osa arruinar nuestra canción?
Hasta que una de ellas se acercó al joven, separándose del
resto, y dijo:
—¡Jack Madden! Tu interrupción ha arruinado la canción que
entonábamos con toda nuestra dedicación. Has profanado nuestro
santuario, burlándote de nosotras, y mereces ser castigado
severamente. ¡Por ello, desde ahora, llevarás dos jorobas en vez
de una!
Alrededor de veinte de ellas —tan gráciles y pequeñas eran—
trajeron la giba de Lushmore y la colocaron entre los hombros de
Jack, encima de la suya propia, donde quedó tan fija como si
hubiera sido clavada con clavos de seis pulgadas por un maestro
carpintero. Luego echaron al desdichado del túmulo y cuando, por
la mañana, su madre y su abuela lo vinieron a buscar,
encontraron al joven medio muerto, tendido junto a la puerta del
hillfort6. ¡Imaginen su espanto y su desesperación! Pero a pesar
de su dolor, no se atrevieron a decir nada, por temor a que las
hadas les pusieran otra joroba a cada una.
Y así regresaron con Jack Madden a su casa, con sus
corazones y sus almas tan abatidos como nunca antes. Pero
podían haberse ahorrado el esfuerzo; a causa del peso de la
nueva joroba, sumado al anterior, y el trajín del largo y penoso
viaje, Jack murió poco antes de llegar a su hogar. Sin embargo, al
morir, sus dos jorobas desaparecieron misteriosamente. En las
noches, junto al fuego, las ancianas cuentan a sus nietos que
aquella terrible maldición fue llevada por las hadas de vuelta a
Knockgrafton, ¡esperando a cualquiera que vaya a escuchar o
intente interferir de nuevo el canto de las hadas de Knockgrafton
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