Teresa Prieto, vecina de la aldea de Jove (Xove) -hoy uno de los barrios más conocidos de Gijón-, fue acusada de «bruxa» ante el Santo Oficio. En 1480, fecha en que da comienzo esta leyenda, algunos de los mitos que ya proclamaron autores como Rogelio Jove y Bravo en su obra «Mitos y supersticiones asturianas» -publicado en 1897- o los que divulgó Constantino Cabal en su trabajo «La mitología asturiana» -en 1972- se hacían realidad.
Se desconocen las causas reales que motivaron las denuncias sobre Teresa Prieto. Lo único cierto es que en Asturias, tierra de cristianos limpios de sangre, ella era una de esas mujeres versadas en los remedios más arcaicos, traspasados de generación en generación o por el camino de la iniciación, y de cultos a la diosa madre Naturaleza que hoy parecen olvidados y que se pierden en la noche de los tiempos. Mujeres herejes, heterodoxas, que sabían leer el destino en las aguas de los ríos, entendían el mensaje oculto de los bosques, interpretaban los designios observando el color de las tierras, cielos y nubes, vaticinaban el devenir en las vísceras de las bestias de los montes o el ganado de los establos.
Conocimientos ancestrales que las hacían poseedoras e increíblemente diestras sobre todo tipo de secretos para la preparación de sustancias compuestas por elementos naturales de diferente origen y en las que en determinadas ocasiones era necesario el preciado líquido rojizo que da y quita la vida: la sangre humana.
El pueblo vio en aquellas mujeres a las culpables del gran índice de mortalidad infantil. Ellas eran las responsables de que sus víctimas -hombres, mujeres y niños- padeciesen pequeñas heridas punzantes y falta de sangre en sus cuerpos, unos cuerpos que posteriormente se utilizaban para la elaboración de ungüentos mágicos.
Las «estrigias», derivado del latín «strix(-igis)», formaban parte del micromundo de leyenda para las gentes de las montañas asturianas. Definían a seres monstruosos, femeninos, con alas de enorme cabeza, pico y garras de ave rapaz que chupaban la sangre y devoraban las entrañas de los niños recién nacidos, capaces de colarse por las cerraduras de las casas para así atacar a sus víctimas y conseguir la cantidad del preciado líquido necesario para sus brebajes y remedios.
Teresa Prieto, sin saberlo, es de forma oficial la primera sacamantecas asturiana y su historia es un expediente repleto de interrogantes que con el paso del tiempo permanecen sin respuesta -rodeados por un halo de misterio- para historiadores, antropólogos y periodistas del misterio.
La eficaz denuncia a las autoridades religiosas hizo que fuera designado como procurador del caso el fiscal Juan de Acebal, quien -tras las pertinentes pesquisas- consiguió que el sumario tomase peso y llegara hasta el teniente corregidor del Principado, el bachiller Brecianos, quien de forma pública acusó a la mujer -como consta en los legajos que recogió Caro Baroja del archivo de la Real Chancillería de Valladolid- de que «con arte y propósito diabólico, había usado el oficio de bruja o estría andando de noche por las casas ajenas, para entrar en ellas haciendo mucho daño a los fieles cristianos, chupándoles la sangre, mayormente a las criaturas, y otras cosas muy feas contra la Santa Madre Iglesia, lo cual cometiera en la aldea de Xove y otros muchos lugares del concejo y fuera de él, incurriendo en grandes penas, por lo que el teniente corregidor pidió la mandasen condenar, siendo presa por su mandato (…). El teniente dictó sentencia contra Teresa Prieto, a la que pusieron en tormento y en él no confesó ni dijo cosa alguna de dichos delitos».
La rea soportó la pena que le fue impuesta. Durante más de una hora fue sometida a una «ferrada» de agua, según apuntó Juan Cueto Alas, que le producía la asfixia en cada ingesta, siempre boca abajo sujetada por tobillos y muñecas. Todavía no habían llegado a nuestra piel de toro los libros básicos de la tortura religiosa, como «El martillo de las brujas» (1486) ni la «Demonomanía de las brujas» (1580).
Aquellos toscos castigos fueron los primitivos tormentos que aplicaban los inquisidores en las frías y húmedas criptas, métodos bastos en su ejecución, pero efectivos, que no pudieron sacar confesión alguna en Teresa Prieto.
Pero si ya es poco corriente que nuestra protagonista superase los suplicios más sorprendentes, resulta que llegó a escapar -tras ser martirizada- mientras se realizaban las pertinentes diligencias para dictar sentencia.
El procurador fiscal, Juan de Acebal, y el juez, teniente corregidor del Principado, bachiller Brecianos, rubricaron: «Condenó a pena de muerte natural, la cual le debería de ser dada de esta manera: que en cualquier ciudad o villa o lugar donde fuese hallada la llevasen a la cárcel y así caballera en asno, atados los pies y manos con una soga de esparto a la garganta, fuese llevada con pregón público por los lugares acostumbrados de la tal ciudad, villa o lugar, hasta el rollo o forca, y allí había de estar colgada hasta que se le saliese el espíritu vital y se le apartase el ánima de las carnes; luego porque ella con arte de encantamiento pudiese volver a su cuerpo en figura del diablo, mandó que la quitasen de dicha forca o rollo y la quemasen las carnes hasta que se tornasen cenizas, condenándola además a la pérdida de todos sus bienes, los cuales aplicó a la Cámara y fisco».
Tras el dictado final del veredicto, la popular «Vampira de Xove» reapareció y se entregó a las autoridades eclesiásticas para defenderse de las acusaciones que sobre ella recaían. Inexplicablemente, según constatan expertos como Uría Ríu o Cueto Alas, fue absuelta el 21 de noviembre de 1500 bajo la sentencia rubricada en Valladolid. Sus bienes y haciendas le fueron devueltos y su caso -uno de los cinco expedientes del Santo Oficio existentes en Asturias- es para los expertos un episodio excepcional en la historia inquisitorial española.
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