Así es como se escriben las historias con papel ardiendo, donde el mundo se derrumbaba en mil sueños incumplidos y ella dejaba caer entre sus parpadeos una lagrima con un adiós amargo. Era el final de un comienzo que se vestía de seda para enterrar sus miedos. Las horas pasaban lejos de cualquier sueño profundo y el reloj ya no marcaba las doce campanadas para enmarcar de nuevo su sonrisa. Él jodido poeta se dedicaba a arrastrarse entre los escenarios y los sorbos a su compañera de viaje para poder acercarse, mejor dicho, rozar con la yema de los dedos el éxtasis que le recordaba a ella. Ya nada era lo mismo desde ese último café de otoño en el bar de las calles doradas. Todo se resumía en destrozar el camerino cada noche y sudar sangre entre nota y nota. En más de una ocasión perdía el norte y se lograba encontrar en el acantilado de entre las páginas que mucho denominarían vida y el tachaba como infierno. Aquel segundo donde la memoria y el pulso le traicionaban y no dejaba de caer el aliento rememorando ese vestido rojo que ella llevaba puesto en ocasiones especiales. Y se martirizaba rompiendo sus nudillos contra las paredes, fustigando su alma por sus equivocaciones y errores intentando sentir algo más que frialdad.
Dejo el tintero y la inspiración de lado. Se había recorrido medio mundo rebuscando entre los rincones a esa musa que le había cortado las alas. Entonces comprendió que solo le quedaba su chupa de cuero, su Harley, su pasaporte lleno de sellos, un carrete a medio gastar, un puñado de acordes prohibidos y la otra mitad del mundo por peregrinar. Nunca más volvió a ser el mismo. Nunca más dejo de mirar a la luna pretendiendo buscar el reflejo de la chica del vestido rojo.
sábado, 20 de agosto de 2016
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